El
Apócrifo de Santiago es un discurso de revelación cuya autoría se la adjudica Santiago (1, 1-18). Se presenta en la forma de una carta que éste envía a un destinatario para nosotros desconocido donde le revela un escrito secreto que el Señor le había transmitido a él y a Pedro, durante la revelación que aconteció durante los 550 días entre la resurrección y la ascensión. A pesar que Jesús llama a éste y a Pedro mis hermanos (9,10), nunca se da a entender un vínculo de sangre entre ambos. Otra particularidad es que a lo largo de la obra se le llama simplemente Santiago y nunca el justo. La acción comienza con los discípulos reunidos conversando sobre las enseñanzas públicas o secretas de Jesús (2,7-15). Los discípulos le preguntan:
“¿Te has ido y te has alejado de nosotros?”. A lo que Jesús contesta:
“No, sino que me voy al lugar del que he venido. ¡Si queréis venir conmigo, venid!”. Esta invitación nos lleva invariablemente a los visionarios de la temprana mística judía y cristiana quienes subían a los cielos a contemplar la gloria de Dios. En el Apócrifo de Santiago esta visión se relaciona con el entrar en el Reino de Dios:
“¡Verdaderamente os digo, nadie entrará en el Reino de los cielos si se lo ordeno, sino porque vosotros sois perfectos!”. Inmediatamente Jesús llama aparte a Santiago y Pedro para poder perfeccionarlos. Luego de recibir las nuevas enseñanzas (2,40-15,5) Santiago y Pedro regresan al grupo que se había quedado escribiendo y recordando las enseñanzas del Jesús histórico (2,17-39). De acuerdo a las enseñanzas recibidas los bienaventurados son los que han tenido la visión del Hijo del Hombre, no del Jesús- hombre, sino del Hijo en forma humana:
¿No queréis ser perfectos? Y vuestro corazón está ebrio, ¿no queréis estar sobrios? Por consiguiente, avergonzaos por lo demás de estar despiertos y de estar dormidos. ¡Recordad que vosotros habéis visto al Hijo del Hombre y que le habéis hablado y le habéis oído! (3,9-19). No niega el sufrimiento, pero lo relativiza desde la perspectiva absoluta representada por la Vida:
Despreciad, pues, la muerte y desead la Vida. Recordad mi cruz y mi muerte y viviréis (4,40-5,35). También señala:
“¿No dejaréis de amar la carne y de temer al dolor? ¿O ignoráis que todavía no habéis sido maltratados, ni acusados injustamente, ni encarcelados, ni tampoco condenados ilegalmente, ni crucificados sin razón, ni sepultados en perfume como lo he sido yo por el Maligno?…vuestra vida es solo un día y que vuestros sufrimientos son solo una hora” (P.5). En ese sentido la cruz salva en cuanto relativiza el sufrimiento en relación a la Vida, a la visión del Hijo del Hombre, y a Dios:
¿De qué se inquietan? Una vez que consideréis la muerte os enseñará una lección. Verdaderamente os digo, nadie que tema a la muerte se salvará (6,5-18). El ideal de perfección se acerca a la idea de la apatía y la ausencia de pasiones. Toda esta soteriología tiene un alto componente visionario por cuanto el perfecto es quien accede a las visiones de Dios y de Cristo exaltado en los cielos:
“¡Bienaventurado es el que os ha visto con Él cuando era proclamado entre los ángeles y glorificado entre los santos! ¡Vuestra es la vida!” (P.11). “
Bienaventurado el que se ha visto como en el cuarto en los cielos” (P.12). Más adelante las visiones de Santiago y Pedro dicen relación con el contenido y significado mismo de la resurrección: “
Mas ahora voy a ascender hacia el lugar del que he venido….No obstante, atended a la gloria que me espera, y cuando hayáis abierto vuestro corazón, oíd los cánticos que me esperan arriba en los cielos, porque debo situarme hoy a la derecha del Padre. Os he dicho, sin embargo, la palabra postrera. Voy a separarme de vosotros. Un carro espiritual, en efecto, me arrebata y desde ahora me desnudo para revestirme” (P.14). Santiago, narra en primera persona el contenido de la visión: “
Una vez dicho esto, partió y nos arrodillamos. Pedro y yo dimos gracias y elevamos nuestro corazón hacia los cielos. Oímos con nuestros oídos y vimos con nuestros ojos un estrépito de combate, el sonido de una trompeta junto con un gran tumulto. Y cuando superamos ese lugar, elevamos nuestro intelecto todavía más y vimos con nuestros ojos o oímos con nuestros oídos cánticos y loas de ángeles y un regocijo angélico. Y poderes celestiales cantaban himnos y también nosotros nos regocijábamos. Después de esto, deseamos también levantar nuestro espíritu hasta el Poder, pero elevados allí, no se nos permitió ver ni oír nada” (P.15).
También se les enseña que la profecía ha terminado con el advenimiento del Reino y la venida del Salvador. Desde ahora lo importante es el conocimiento de quiénes en verdad somos, de dónde hemos venido, y hacia dónde regresamos: ¡El Reino de los cielos si no lo recibís por medio del conocimiento, no lo podréis encontrar. Por eso os digo, ¡estad atentos, no os engañéis! (8,25-30). La actitud del creyente ha de ser activa, apresurarse a salvarse superando incluso al mismo Jesús (7,10-20). En ese sentido el rol sumo sacerdotal de Jesús tan importantes en escritos como la Carta a los Hebreos o el Apocalipsis se relativiza dando preeminencia a la responsabilidad del creyente: “¡Desgraciados vosotros que necesitáis un intercesor! ¡Desgraciados que necesitáis de la gracia! Serán bienaventurados los que hayan hablado y hayan adquirido por sí mismos la gracia. Asemejaos a los forasteros” (P.11). En ese sentido añade más tarde: “¡No os enorgullezcáis de la luz que ilumina, sino sed para vosotros mismos como yo mismo para vosotros!” (P.13). Cuando Santiago y Pedro comparten este conocimiento con los discípulos, estos lo aceptan, pero no pueden evitar las envidias y los celos por no ser privilegiados (16,3-5). Eso demuestra que son esclavos de las pasiones y por ello están lejos de la apatía signo del gnóstico. Entonces Santiago va a Jerusalén para esperar y rezar mientras obtiene una porción con el amado que se ha revelado (16,5-11).