Si queremos entender la primera mística Cristiana debemos, paradojalmente, abandonar el uso de términos como misticismo. La primera mística cristiana se mueve a través de conceptos como “revelaciones” (apocalipsis) y “visiones”. Por ejemplo, Pablo argumenta en Gal 1, 11-12 que el evangelio que él predica no deriva de ningún hombre sino que es una “revelación de Jesucristo”. En 2Cor 12, 1ss comienza señalando que no le conviene gloriarse de las “visiones o revelaciones del Señor”, pero de igual forma continua hablando en tercera persona de su experiencia al ser elevado al tercer cielo. El autor de Efesios habla del “misterio que le fue revelado por una revelación” (3,3) que no es otro sino la sabiduría de Dios, el poder y amor de Cristo, quien es descrito como la plenitud divina más allá de toda medida (3, 3-19). En Efesios Dios es descrito como “Dios de nuestro Señor Jesucristo” y como “el Padre de la Gloria”, identificando a Jesús con la gloria divina. Esta identificación Jesús-gloria divina nos habla del contenido de muchas de esas revelaciones y visiones de los primeros cristianos. Tomemos por ejemplo a Pablo cuando dice que “Dios mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz” en el corazón de los creyentes; luz que es el conocimiento “de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2Cor 4,4-6). Y es que contemplar la gloria de Jesús es contemplar la de la imagen de Dios (2Cor 4,4).
Esta experiencia religiosa tiene consecuencias transformativas en el creyente: “nosotros todos, mirando á cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor” (2Cor 3,18). En la antigüedad se creía que la visión de un objeto tocaba el ojo y entonces éste tocaba la mente o el alma. La visión del objeto se imprimía en el alma como si se tratase de una estampa (Platón, Theaet. 191ª-196c). Algo parecido encontramos en el EvFlp 61, 30-31.34-35 donde leemos: “Vosotros has visto a Cristo, vosotros os convertís en Cristo…Lo que vosotros veis, es lo que llegáis a ser”. Esta transformación se explica también a partir del Espíritu de Dios que se identifica con el espíritu de Jesús, lo que hace que los cristianos sean aquellos que poseyendo el espíritu se han conformado en “la misma Imagen de su Hijo” (Rm 8,29; Gal4,6).
La práctica de los sacramentos también jugaba un papel importante en esta dinámica. Por ejemplo, y hablando del bautismo, Pablo dice: “Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis vestidos” (Gal 3,27). Esto tiene importantes consecuencias para la comunidad porque al ser revestidos en Cristo toda distinción basada en el género o lo social terminan: “No hay Judío, ni Griego; no hay siervo, ni libre; no hay varón, ni hembra: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28); “Porque por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora Judíos ó Griegos, ora siervos ó libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu” (1Cor 12,13).
Para Pablo la Eucaristía también tiene un valor místico-transformativo. Al beber la sangre y comer el cuerpo de Cristo, el creyente se une con él: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1Cor 10,16). Este es el mismo principio que se utiliza para rechazar la comida sacrificada a los dioses: “No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios: no podéis ser partícipes de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios” (1Cor 10,21). Para el Cuarto Evangelio corre el mismo principio. A través del bautismo la persona renace (Jn 3,5). A través de la carne y sangre de Cristo el cristiano se incorpora a éste (Jn 6,51.56).
Como sea, el culmen de la transformación del creyente para Pablo pareciera estar en afirmaciones como: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí” (Gal 2,20); “Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16); “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Flp 2,1-5); “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2Cor5,17); “Y revestidos del nuevo (hombre), el cual por el conocimiento es renovado conforme á la imagen del que lo crió” (Col 3,9-10).
Esta transformación no estará completa, sin embargo, sino hasta el tiempo de la parusía cuando compartamos plenamente la gloria de Cristo: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifestare, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col 3,4). Lo mismo nos lo dice en otro texto: “He aquí, os digo un misterio: Todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados. En un momento, en un abrir de ojo, á la final trompeta; porque será tocada la trompeta, y los muertos serán levantados sin corrupción, y nosotros seremos transformados. Porque es menester que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible fuere vestido de incorrupción, y esto mortal fuere vestido de inmortalidad, entonces se efectuará la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte con victoria” (1Cor 15, 51-54). En este momento final Dios será todas las cosas en todo (1Cor 15, 23-28). Los evangelios sinópticos describen la misma experiencia transformadora pero con un lenguaje un tanto diferente, aludiendo al día del Hijo del Hombre (Lc 17,30; Mc 13,26; Mt 16,28; 24,30, etc). Para más detalles: April DeConick, “Jesus Revealed: The Dynamics of Early Christian Mysticism”, en: With Letters of Light, Studies in the Dead Sea Scrolls, Early Jewish Apocalypticism, Magic, and Mysticism, (Ed. A. Orlov y D. Arbel), p. 301-307.