El Dios Indescriptible y la antropología apofática

Ya hemos mencionado en muchas entradas como en torno al cambio de era el misterio de Dios se comienza  a definir como «incognosible». Este misterio divino más allá de cualquier capacidad humana tiene raíces bíblicas, sobre todo cuando se menciona al Dios escondido como en Is 45,15: «Cierto, tú eres un dios oculto, el Dios de Israel, salvador». Es cierto que existen tradiciones bíblicas donde se afirma que a Dios se le puede contemplar (Gn 32,30; Is 6,5), mientras que en otras esto se niega (Ex 33,20). En el caso del N.T. el evangelio de Jn es claro, «nadie a visto a Dios» (Jn 1, 18). Sin embargo, a pesar de su trascendencia, es a través de su Hijo qeue podemos tener algún conocimiento del Padre (Jn 1,18; 14,9; Mt 11, 27). Del Dios incognosible también hemos mencionado varias veces a Filón de Alejandría para quien Dios está escondido más allá de todo entendimiento humano, y que sólo el primogénito de Dios, el Logos, o «segundo Hijo» lo hace conocible a través de la creación y conservando el poder del Bendito (De mutatione nominum 7; Quod deterius 89). Ahora bien, lo que parece realmente interesante es constatar que si Dios es indescriptible, nosotros como hombres, al ser creados a «imagen» y «semejanza» de él también lo somos. La doctrina del Dios escondido implica el ser del hombre igualmente escondido. Esto ya lo reconoce Filón en De mutatione nominum 7: «Pero, con todo, no supongas que el Que Es, que de verdad existe, es aprehensible por hombre alguno. Porque ningún órgano tenemos en nosotros mismos mediante el cual podamos representárnoslo; pues no lo es ni por la sensibilidad, por no ser de naturaleza sensible; ni por la inteligencia. Así, Moisés, el contemplador de la naturaleza invisible (los sagrados oráculos nos dicen, en efecto, que penetró en la oscuridad, con la que figuradamente representan la naturaleza invisible e incorpórea), investigaba todas las cosas a través de todo buscando ver claramente a Aquel que anhelamos ardientemente y que constituye el único bien». En el mismo texto pero en el número 13 agrega: «¿Y qué tiene de admirable el hecho de que el Que Es no pueda ser aprehendiendo por el hombre, si ni siquiera la inteligencia que hay en cada uno de nosotros nos es conocible? ¿Quién, en efecto, conoce la naturaleza del alma, cuyo misterio ha suscitado infinitas controversias entre los sofistas, los que presentan opiniones divergentes o aun total y genéricamente opuestas».

En el cristianismo esta sugerente intuición mística se desarrolló con Gregorio de Nisa que parte su reflexión con el texto paulino de 2Cor 3,18: «Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu». La genialidad de Gregorio de Nisa fue relacionar la idea de que cada uno de nosotros fue creado a imagen  de Dios y la absoluta incognisibilidad  del Dios infinito en el sentido que este hacerse a Dios como lo describe 2Cor 3,18 es una dinámica infinita, todo el tiempo progresiva, una divinización que no tiene fin. Así, en De opificio hominis 11. 3-4 San Gregorio señala que si Dios no tiene limites, el hombre, creado a su imagen tampoco tiene límites y no puede ser definida con conceptos. La diferencia entre ambas incognosibilidades está en que Dios lo es en una Misterio trascendente, mientras que el hombre lo es como un proyecto infinito y progresivo, una invitación abierta y sin fin, un movimiento que profundiza sin fin la dinámica del amor y el conocimiento en este hacerse a la semejanza de Dios.

En el oeste cristiano, San Agustin reconoce que el «yo» humano permance siempre abierto a las preguntas y al misterio en una relación con Dios, el supremo Misterio, que está constantemente más allá. En el libro 4.4.9 de sus Confesiones señala «Yo he llegado a ser una gran pregunta para mí mismo, preguntándole a mi alma una y otra vez, «¿Por qué estás tan abatida?¿Por qué me angustias? Pero mi alma no tiene una respuesta para darme». Más adelante en 10.33.50 señala: «Mirad hacia abajo, contemplad, tened misericordia de mí y sanadme, Tú en cuyos ojos yo he llegado a  ser una pregunta para mí mismo, y esta es mi enfermedad».El amor divino es el misterioso trabajo que está presente dentro de su ser, constituyendo su verdadera identidad, siempre en un constante progreso, admitiendo su propia debilidad y alabando a Dios que está más allá de todo lenguaje y que se expresa en su propia incognosibilidad (Conf. 1.4.4). Para más detalles: B. McGinn, «Hidden God and Hidden Self, The emergence of Apophatic Anthropology in Christian Mysticism» en A. DeConick, y G. Adamson (edts) Histories of the Hidden God, Concealment and Revelation in Western, Gnostic, Esoteric and Mystical Traditions, (Routledge, New York, 2013) 87-91.

Tomás García-Huidobro

Sacerdote Jesuita, Doctor en Teología Bíblica.