¿Predicó la Iglesia primitiva una familia feliz?

Muchas veces pareciera que la Iglesia está más preocupada de defender un cierto estilo de familia y moral sexual que de proclamar la buena nueva del Reino al modo de Jesús (Lc 4,18-19). Es evidente que esta obsesión, muchas veces acompañada de escandalosas incoherencias, son algunas de las causas del alejamiento de tantos fieles y de la desafección de la población en general. Personalmente no tengo problemas con el modelo de familia propuesto por la Iglesia. En términos generales lo comparto. Lo que me cuesta verdaderamente es el modo en cómo se lo presenta, a saber, como si este modelo de familia fuese una verdad revelada e incontestable sobre la cual no puede caber discusión alguna. Detrás de esta posición defensiva, que niega obsesivamente la realidad, hay mucho temor a equivocarse y a perder influencias. La verdad de las cosas es que todos sabemos que la familia es una realidad social que cambia constantemente, por lo tanto también lo hacen sus definiciones, limitaciones, y preguntas. Esto no sólo es esperable sino que también muy saludable. La misma historia de la iglesia primitiva es una muestra de la diversidad que sobre un tema tan delicado podía existir. Algunos ejemplos nos ayudarán a ilustrar el punto.

Inspirados en la filosofía platónica y estoica autores cristianos como Clemente de Alejandría pensaban que el matrimonio se justificaba sólo en cuanto a la generación de descendencia. Las relaciones sexuales entre los esposos debían ser las mínimas para asegurar este objetivo. Más aún, con el ideal del hombre libre de pasiones y gobernado por entero por el logos/razón, estas relaciones debían producirse en un estado de plena conciencia y dominio (me pregunto cómo) (Miscellanies 2,23; 3,7). Justino Mártir señala que «nosotros no nos casamos sino para criar hijos, sino es así, entonces rehusamos a casarnos y nos dedicamos completamente al auto-control». En este contexto viene a emular el caso de un sujeto al cual el gobernador Felix había prohíbido castrarse pero que, sin embargo, había sido capaz de auto-controlarse (Primera Apología 29). Pero esta no era la única visión de matrimonio y familia que predominaba entre las comunidades cristianas de aquel tiempo. Además de las visiones más tradicionales de familia que encontramos en las cartas pastorales y que surgen de los consejos sobre las cualidades del obispo (1Tm 3,2-5), de las viudas jóvenes (1Tm 4, 14-15), de las características de los presbiteros (Tit 1,6), y de las enseñanzas de las ancianas a la mujeres (Tit 2, 4-5), existían visiones aún más radicales que simplemente negaban la conveniencia del matrimonio, las relaciones sexuales, y los hijos. Ejemplos de ello lo encontramos en los Hechos de Pedro, Hechos de Pablo, y Hechos de Tomás. En el primero encontramos la historia de un hombre mayor, jardinero, que le pidió a Pedro que rezara por su única hija. Pedro accedió no sin antes advertirle al hombre que Dios haría lo que fuese mejor para la salud del alma de la joven. «Entonces la muchacha cayó muerta. El hombre mayor se desesperó no sabiendo apreciar el inmenso favor divino». Así, el jardinero vuelve a pedirle a Pedro un favor, esta vez que resucite a su hija. Así sucedió, pero «cuando fue resucitada, después de unos pocos días, un creyente que estaba poseído por el demonio, se quedó en casa del hombre mayor, corrumpió a su hija, y huyó con ella. Ya nadie les ha visto de nuevo». La lección es clara: es preferible la muerte a la posibilidad (casi siempre cierta en el caso de las mujeres) de verse tentado a caer en las redes de las pasiones. ¿Casarse o no? ¿Cuál es la finalidad del matrimonio? ¿Cómo manejar las pasiones y emociones que nos sobrecogen en materias sexuales? ¿Es necesario castrarse? ¿Cómo dominar las pasiones en las mujeres jóvenes? Estas no eran las únicas preguntas que recorrían a las comunidades cristianas en los primeros siglos del cristianismo. Esa diversidad y honestidad se corona con una última referencia, esta vez al Papa León Magno quien en el siglo V responde a la cuestión planteada sobre si el hombre ha de abandonar a la concubina que le ha dado hijos para casarse con una esposa (exactamente lo que San Agustín hizo): «Porque la esposa es una cosa y la concubina es otra, tomar a la segunda para la cama y a la primera para asegurar herederos no es bigamia sino un avance en la decencia» (Carta 167, PL. 504.1205).

La diversidad en la iglesia primitiva no responde sólo a la ausencia de una doctrina sana y establecida que sirviese de muralla protectora contra las exageraciones. Ante todo la diversidad de opiniones, preguntas, y propuestas (incluso si las hay erradas) es riqueza, es discución, es ir caminando a tientas sabiendo que el tema así lo amerita porque es en sí mismo cambiante. ¿No podemos del mismo modo hoy mirar y conversar sobre la realidad de los matrimonios quebrados, de las segundas uniones, de las familias uniparentales, de las uniones homosexuales? La familia feliz existe, pero en raras ocaciones, lo que existe mayoritariamente es toda la diversidad y complejidad humana, con sus aciertos y desaciertos. ¿Por qué temerla?

Tomás García-Huidobro

Sacerdote Jesuita, Doctor en Teología Bíblica.