Hechos de Pedro y los Doce Apóstoles
Los Hechos de Pedro es un libro apócrifo escrito presumiblemente en la segunda mitad del siglo II y con tendencias gnósticas. La historia cuenta que Pedro y los apóstoles se echan a la mar…nos sentíamos unidos en nuestros corazones (1,1). Después de navegar un tiempo, sopló sobre la nave un viento contrario que nos arastró hacia una pequeña ciudad en una isla situada en medio del mar (1, 8-10), el nombre de la ciudad era Inhabitación, es decir, Fundamento, paciencia. Su alcalde se hallaba en el muelle, portando una palma en la mano (2,1-8). La traducción de Schenke dice que el nombre de la ciudad es “La verdad te robustezca (a ti, oh ciudad) en la paciencia y el (consejo de ) tu Señor, que está en ti, (aporte) la palma para el corazón (de tus ciudadanos)”. Vemos por lo tanto que se trata de un lugar especial. Efectivamente, allí los apóstoles tendrán el primer encuentro con Litargoel: salió un hombre que llevaba una vestidura ceñida sobre sus lomos y un cinturón dorado que la ajustaba. Llevaba un blanco sudario (2, 11-15). Pedro contemplaba cuatro zonas de su cuerpo: las plantas de sus pies, una parte de su pecho, las palmas de sus manos y su rostro(2, 18-25), lo que nos indica la identidad de Litargoel. Este es Jesús de quien su voz resonaba pausadamente mientras gritaba en la ciudad: Perlas, perlas (2, 30-32/HchTom 108,12: Cuando bajes a Egipto y traigas la perla; 109,21: Fui hacia el dragón y me aposenté cerca de su morada…para apoderarme de la perla; 109,34: y cuando estaba en Egipto, olvidé la perla a causa de la cual mis padres me habían enviado). Pedro y Litargoel se llaman hermano mío y compañero. Este último cuando Pedro le pregunta por alojamiento le contesta: Por eso también yo me he apresurado a decir “Hermano mío y compañero” porque soy un extranjero como tú (3, 8-10). Luego sigue gritando, perlas, perlas y se expresa la respuesta de los ricos en contraposición a la de los pobres. De la primera se nos dice al final que a causa de su desprecio ni siquiera le preguntaron, y él, por su parte, no se reveló a ellos. Los ricos se volvieron a sus aposentos mientras decían: éste se burla de nosotros (3, 28-31). Los pobres, humildes se sentían interesados pero indignos: Ahora bien, lo que deseamos obtener de tu bondad es que nos muestres la perla ante nuestros ojos (4, 21-24). Litargoel les dice: Si os es posible, venid a mi ciudad (el viaje a la ciudad celeste, motivo preciado en el texto). No sólo la mostraré ante vuestros ojos, sino que os la daré de balde (4, 12-14). Entonces Pedro y sus compañeros viajan a la ciudad de Litargoel. Se nos dice la alegría de los pobres: los pobres y los mendigos se alegraron a causa del dadivoso mercader. Los hombres de la ciudad preguntaron a Pedro sobre las penalidades del camino. Pedro respondió contándoles lo que había oído de las dificultades del camino, puesto que experimentan esas penalidades en su ministerio (4, 31-5, 9). Cuando Pedro pregunta al mercader de perlas su nombre y sobre las penalidades del camino, este responde: Si preguntas por mi nombre, es Litargoel, que significa “piedra liviana que brilla como los ojos de una gacela (ver claramente) (5,18-19)…. Cualquier hombre no puede ir por ese camino, salvo el que haya renunciado a todo lo que posee, y ayune diariamente de estación en estación (de día en día). Porque son numerosos los ladrones y las fieras salvajes en esa vía (5, 21-29). Cuanto Litargoel termina su explicación Pedro señala: ¡Qué grandes son las penalidades del camino! Ojalá nos diera Jesús fuerza para caminar por él! (6,12-15). A lo que Litargoel dice: ¿Por qué suspirar si conoces ese nombre, “Jesús”, y crees en él? Él es el Gran Poder y lo concede. Porque yo también creo en el Padre que lo envió (6,15-19). Luego añade respecto a su ciudad: El nombre de mi ciudad es “Nueve Puertas” (Jerusalén celeste o el reino de Dios celestial). Alabemos a Dios mientras nos ejercitamos pensando que da décima es la cabeza (la excelente) (6, 25-27). Más tarde se produce un segundo encuentro con Litargoel que se había transformado ante nosotros, y había tomado la apariencia de un médico (8,16-18). Pedro le dice: Nos gustaría que nos hicieras un favor, ya que somos extranjeros. Condúcenos a la casa de Litargoel antes que se nos haga tarde”. Nos respondió: Os la mostraré con rectitud de corazón. Pero me admira que conozcáis a ese hombre bueno, pues no se revela a cualquiera, ya que es el hijo de un gran rey (HchTom 113, 93 y 108, 1, Cuando de pequeño estaba en el reino, en la casa de mi padre….) (8,23-32). Más adelante, Litargoel le pregunta a Pedro quién le había dado ese nombre, a lo que contesta: Jesús, el Cristo, el hijo de Dios viviente (Mt 16,16), Él me dio este nombre. Respondió Litargoel con estas palabras: Yo soy ese. Reconóceme Pedro. Desanudó el vestido que le cubría, con el que se había disfrazado ante nosotros, y se nos reveló en verdad como era él. Nos postramos en tierra y lo adoramos (9,13-20). Y luego, Jesús les entregó el ungüento de nardo y la cajita que estaba en las manos del discípulo, y les impartió la orden siguiente: Volved a la ciudad de la que habéis salido que es llamada Inhabitación. Continuad enseñando pacientemente a los que han cierto en mi nombre, puesto que yo he tenido paciencia en los sufrimientos de la fe…Dad a los pobres de la ciudad lo que necesiten para que vivan de ello, hasta que yo les dé lo que es superior, lo que os dije que os iba a dar de balde. Pedro respondió con estas palabras: Señor, Tú nos has enseñado a renunciar al mundo y a lo que en él hay. Hemos dejado todo por ti. Nos preocupamos ahora solamente del alimento de cada día (10,1-20). Jesús le vuelve a animar y recriminar: ¿No sabes tú que mi nombre, que tú enseñas, es más valioso que cualquier riqueza y que la sabiduría de Dios es superior al oro, la plata y las piedras preciosas? (10, 28-30). Entonces les encomienda una misión universal: Les entregó la cajita con los remedios medicinales y les dijo: Curad a todos los enfermos de la ciudad que han creído en mi nombre (10, 35-11, 1). Luego de una apropiada intervención de Juan, Jesús dice: Has hablado bien, Juan, pues yo sé que los médicos de este mundo acostumbran a curar las enfermedades que pertenecen al mundo. Pero los médicos del alma sanan los corazones. Curad, pues, los cuerpos primero, de modo que gracias a la potencia curativa que hay en vosotros para curación de los cuerpos sin medicinas de este mundo puedan creer que os es posible también sanar las enfermedades del corazón (11, 15-25).