Hacia una teología de la liberación (femenina)….
Dentro de dos o tres siglos, cuando los historiadores estudien el siglo XX y XXI, una de las cosas que más va a sorprender será el tremendo salto que se ha dado en relación al reconocimiento de la dignidad y de los derechos de la mujer en la cultura occidental. Aún reconociendo que ha sido un camino difícil, lleno de ambiguedades, y que todavía estamos recorriendo, nunca antes en la historia habíamos visto algo de tal magnitud y profundidad. Para poder entrever la radicalidad del cambio es bueno ilustrar con algunos ejemplos cómo los cristianos, en consonancia con la cultura greco-romana, entendieron a la mujer en los primeros siglos de nuestra era. De más está decir que esta visión influyó la cultura occidental hasta bien entrado el siglo XIX.
En términos generales el mundo greco-romano relacionaba lo femenino con lo inestable, lo mutable, las pasiones y lo débil. Por el contrario, lo masculino se relacionaba con lo estable, lo permanente, con el dominio de las emociones y con la razón. Lo femenino, sea cual sea su definición, era una deficiencia que había que superar. En los Hechos de Pablo y Tecla, la heroína le promete al apóstol cortarse sus cabellos (al modo de los hombres) para seguirle y resistir las tentaciones (40). La mártir Perpetua, en su último sueño, se veía peleando en el teatro contra un egipcio. En la preparación para la batalla sus ropas caían y de pronto se convertía en un hombre (El martirio de las santas Perpetua y Felicidad, 10). En el Evangelio de Tomás (114) se dice que para entrar en el reinado de los cielos las mujeres deben hacerse hombres. La monja del desierto Sara dice respecto a ella misma: «En el sexo yo soy una mujer, pero no en mi mente» (PL 73-925). Cuando Teodoro, obispo de Cirus, menciona al final de su Historia de los monjes de Siria a las monjas lo hace en términos elogiosos: «porque a pesar que ellas tuvieron la desgracia de poseer una naturaleza débil, demostraron el mismo afán de los hombres y liberaron a su sexo de su ancestral desgracia» (29.1; PG 82. 1489).
La interpretación bíblica consecuente va a la par de esta visión peyorativa de lo femenino. Tertuliano dice a las mujeres, «Vosotras sois la puerta de entrada del demonio; vosotras abristeis la tentación del árbol; vosotras fuisteis las primeras en abandonar la ley divina; vosotras persuadisteis al hombre, a quien el demonio no era lo suficientemente fuerte para tentar; vosotras fácilmente destrozasteis la imagen de Dios, el hombre Adán; por culpa de vuestra pena, esto es la muerte, hasta el Hijo de Dios tuvo que morir» (Sobre los vestidos de las mujeres, 1.1.2). Cuando san Jerónimo confecciona una lista de herejes estos aparecen siempre rodeado de mujeres: «Simón el Mago fundó su herejía con la ayuda de la prostituta Elena. Nicolás de Antioquía, el inventor de toda inequidad, lideraba toda una banda de mujeres. Marción envió por delante a una mujer a Roma para preparar a las almas que él más tarde arruinaría» (Carta 13 3-4). El mismo san Agustín no tenía dudas respecto a la inferioridad de la mujer. Hablando de la caída del hombre en el paraíso señala «puesto que el hombre no podría creer en esto (la mentira de la serpiente) por sí mismo, una mujer fue añadida al malvado propósito, una mujer de inteligencia limitada, quien probablemente todavía vivía de acuerdo a la percepción de la carne y de acuerdo a la conciencia de la mente» (Comentario literal al Génesis, 11.42).
Con razón algunos han llamado al siglo XX el «siglo de las mujeres». Todavía queda mucho por recorrer. Todavía las mujeres tienen menos oportunidades educacionales y laborales que los hombres; en general sus salarios son inferiores al de los hombres; todavía sufren descriminación y violencia de género; la clase política todavía es predominantemente masculina, etc. Como católico me gustaría mucho ver a mi Iglesia liderando este importante movimiento social. Es verdad que los últimos veinte años ha hecho mucho al respecto (por ejemplo, Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem y en Christifidelis Laici), pero desgraciadamente muchas veces sigue apereciendo como una fuerza más reaccionaria que progresista. Por otra parte, como me gustaría ver a mi Iglesia siendo módelo de cambio social respecto a la mujer en sus propias estructuras de poder. Todavía es posible imaginar una Iglesia más femenina. Una Iglesia donde la Virgen María no sea sólo ejemplo de pureza y recato, siempre con la mirada baja, sino de criterio y fuerza de mujer. Una Iglesia en que el modelo de María como mujer se transparente también en su gobierno.