El templo de Jerusalén y el templo celestial contrapuestos
Como hemos dicho en la introducción, el autor de la Carta a los Hebreos se propone animar a una alicaída comunidad cristiana de habla griega y de origen judío localizada probablemente en Roma, exhortándola a reconocer la supremacía de la revelación y de la nueva alianza inaugurada por Jesús. La superioridad de la segunda alianza, les recuerda, debería impulsarles a agradecer y perseverar como cristianos a pesar de las múltiples adversidades que enfrentaban.
Ahora bien, ¿cómo este autor demuestra que la alianza inaugurada por Jesús es superior a la inaugurada por Moisés? Este es un asunto delicado si consideramos que precisamente varios cristianos estaban volviendo a reconocer la primacía de la alianza mosaica (Heb 2,1-4; 10,25). Había que animarlos a perseverar haciéndoles ver que los elementos constitutivos de la nueva alianza eran superiores a los de la primera. El autor hace esto comparando varios aspectos que caracterizan a la una y a la otra. Todos estos están relacionados con las teologías del templo presentes en varios documentos de la época: el templo de Jerusalén y el templo celestial; el sacerdocio levítico y el sacerdocio de Jesús; el sumo sacerdocio de Jerusalén y el de Jesús; el Yom kippur terreno y el celestial.
En este capítulo veremos cómo el autor compara el templo de Jerusalén con el templo celestial. El autor de la homilía hablará del lugar donde Jesús ha sellado su alianza como “un santuario más noble y más perfecto, no hecho por hombres; es decir, que no es algo creado” por sus manos (en contraposición con el de Jerusalén), (Heb 9, 11). Se está refiriendo al templo celestial en contra del templo de Jerusalén.
A partir de esta comparación surgen algunas interrogantes. ¿De dónde aparece la idea del templo celestial? ¿Estamos frente a una influencia neoplatónica? ¿Cómo es este santuario? ¿Dónde encontramos descripciones de éste? Ya iremos respondiendo a estas preguntas. Por ahora reconozcamos la audacia del autor. Comparar el templo de Jerusalén con el celestial implica una crítica velada al primero. No resultaría nada fácil criticar el templo de Jerusalén, aunque sea subrepticiamente, en medio de una audiencia que todavía siente fuertes vínculos con el judaísmo.
Existen otras muchas preguntas en relación a este tema en la homilía. ¿Por qué el autor nunca se refiere de una manera directa al templo de Jerusalén? ¿Por qué en vez de mencionar el templo de Jerusalén habla del tabernáculo? Esto no puede ser casualidad. Aquí hay una opción teológica determinada. Es necesario averiguar el porqué. Además, ¿coincide la visión que el autor tiene del templo de Jerusalén con el real? ¿Estuvo alguna vez el autor en el templo de Jerusalén? ¿Cuáles son las fuentes que maneja? En fin, son muchos los interrogantes. Pero vamos por parte. Comencemos estudiando, en un primer apartado, cómo el autor de esta homilía presenta el tabernáculo, para luego, en un segundo apartado estudiar cómo compara este santuario con el celestial.
1. El tabernáculo en la Carta a los Hebreos
a) El templo de Jerusalén como el lugar santo por antonomasia
Hemos dicho que comparar el templo de Jerusalén con el templo celestial no era nada fácil. El templo de Jerusalén era el corazón de las distintas corrientes que configuraban la pluralidad de aspectos del judaísmo hacia el inicio de nuestra era1. Toda una rica simbología en relación al templo lo convertía en el lugar santo por antonomasia. No había lugar en la Tierra que pudiese comparársele en santidad.
Ahora bien, ¿cómo se puede entender esta santidad tan elevada? Son tres las razones. En primer lugar, para los judíos de la época la arquitectura tripartita del templo se correspondía con la del cosmos. Esto nos puede resultar difícil de entender en la actualidad. Hoy la ciencia ya ha develado muchas de las preguntas que el hombre tenía sobre el cosmos, dotándonos de un conocimiento bastante completo sobre nuestro planeta, el lugar que ocupa en el sistema solar, en nuestra galaxia, y en el universo. En el pasado, en cambio, coexistía un sinfín de sistemas cosmológicos, siempre relacionados con creencias teológicas y astrológicas. Para muchos judíos, y por lo tanto para los primeros cristianos, develar los misterios del cosmos que se contemplaban en una noche estrellada implicaba el guiarse por de la estructura del templo. El cosmos, como el templo, se ordenaba en tres espacios fundamentales que confluían en el santo de los santos, donde habita Dios. El templo y el cosmos se miraban uno a otro como en un espejo, reflejándose. Ahora bien, ¿dónde encontramos estas ideas? ¿Cómo ejemplificar estos conceptos?
Varios son los textos que plantean el reflejo del cosmos en el templo. Mencionemos el escrito apócrifo conocido como el primer libro de Enoc, donde en el capítulo 14 el abuelo de Noé (Enoc) asciende por el cosmos ordenado en tres estructuras para acceder finalmente al santo de los santos celestial, donde reposa la gloria de Dios. En la misma tradición cristiana tenemos el ejemplo de Pablo (2 Cor 12) quien asciende por tres cielos hasta llegar al tercero, o paraíso, que se corresponde con el santo de los santos.
En otros textos, los visionarios, judíos y cristianos, hablarán de siete cielos. Es el caso del Testamento de Leví, la Liturgia del sacrificio sabático, el Apocalipsis de Abraham, la Ascensión de Isaías, etc. Algunos de estos textos, en realidad, describen más detalladamente el templo celestial (o cosmos) de acuerdo al de Jerusalén. Así, cuando en la versión de Pablo (2 Cor 12, 1-6) o de 1 Enoc (14, 1-24) se piensa en el primer cielo como el gran atrio del templo (soreg), en las otras versiones se tienen en mente otras habitaciones o palacios que lo contenían, como el patio de las mujeres, el patio de los israelitas, el patio de los sacerdotes, y todo lo que está más allá del altar. Es decir, mientras lo que la mística primera condensa en un primer cielo, la posterior lo despliega en cinco. Para Pablo y 1 Enoc el edificio del santuario es el segundo cielo; para los místicos posteriores, el sexto. Finalmente, para Pablo y 1 Enoc el santo de los santos es el tercer cielo, mientras que para los místicos posteriores, el séptimo. Para ambos modelos, el espacio más excelso. Todos estos ejemplos convergen en el mismo punto. El templo de Jerusalén era como un mapa del cosmos. Cuando ellos se imaginaban la estructura del cosmos pensaban en el templo de Jerusalén, ordenado en tres o siete espacios, de acuerdo a la perspectiva adoptada.
Para entender la santidad del templo de Jerusalén tenemos que, en segundo lugar, recordar que el templo de Jerusalén estaba construido sobre un monte santo, el monte Sión. Los hombres, en el mundo antiguo, eran muy sensibles en relación a las montañas. Y es que las cumbres se encuentran a medio camino entre el cielo y la tierra. Las montañas, a modo de pilares, acercaban al hombre a las esferas divinas. Esta idea de la montaña santa como pilar del mundo las situaba en el imaginario colectivo como el centro del cosmos. No podía ser de otra manera por cuanto en ese lugar se vinculaba lo trascendente y lo inmanente. Era en estas cumbres, como es el caso del Sinaí, donde Dios se revelaba de manera especial. De ahí que se creía que estas elevaciones no solo marcaban el lugar de referencia de los puntos cardinales, sino que además dotaban de estabilidad al mundo, como leemos en el Salmo 125,1 o en el Midrás Tanchuma, Qedoshim2. También relacionado con la santidad de las montañas o montes estaba el hecho que desde sus cumbres emanaban los ríos desde los cuales surgía la fertilidad. Este motivo sagrado, y por lo tanto reverenciado en el mundo bíblico, lo convertía en fuente de varias imágenes y promesas de carácter escatológico, como en Am 9, 13b, en Jl 4, 18 o en Ez 47, 1-123.
El tercer aspecto y último aspecto estaba en relación con la creencia de que el lugar donde se levantaba el templo era sagrado porque allí se había ubicado, en el inicio de la creación, el paraíso. La relación entre el templo y el paraíso aparece ya en el libro de Ezequiel (41,20 y 28,13-16)4; y continúa como un motivo importante en textos apócrifos como Jubileos (8,19; 30,18; 3,27)5 ; en escritos neotestamentarios como el Apocalipsis de Juan, donde el árbol de la vida, el trono de Dios y el río con aguas vivas se ubican en la Jerusalén Celestial (o santo de los santos); y en la literatura rabínica más tardía, como es en el Pirque de Rabbí Eliezer6. Esta idea era de especial importancia para los miembros de la comunidad del Qumrán7 quienes creían que la condición humana, al igual que la de Adán al ser creado, se relacionaba con el “polvo y la arcilla” (la deficiencia) (4 Q265 7 ii 11-17), pero una vez purificados podían entrar al paraíso o templo para estar delante de la presencia de Dios, y así, lo mismo que el primer hombre, recibir de Dios toda la gloria de Adán. Esta dinámica se realiza precisamente cuando el sujeto, una vez purificado, participa de la liturgia (o entra en el templo o paraíso) para estar delante de Dios. Encontramos numerosos ejemplos en la literatura del Qumrán: lQHodayot 11,19-238; 1 QHodayot 4, 14-15 [17, 14-15]9; CD 3,2010; 4 QpPsa (4 Q171) 3,1-211; 4 QDibHam (4 Q504, 506)12.
Ahora podemos entender lo que podría significar para un peregrino acercarse al templo de Jerusalén en el tiempo en que se escribió Hebreos. No es difícil imaginar la emoción y el sobrecogimiento que experimentaban cuando a los lejos se vislumbraba el monte Sión y sobre él la majestuosa e impresionante arquitectura del templo. Ya lo dice bellamente el Salmo 24, 3-6 cuando nos presenta un paralelo muy iluminador entre quienes suben al monte Sión y quienes buscan el rostro de Dios: ¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado? El que tiene las manos limpias y puro el corazón… Así son los que buscan al Señor, los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.
Con este telón de fondo, ¡cuán atrevidas nos parecen las palabras del autor de la Carta a los Hebreos cuando habla peyorativamente del santuario como construido con manos humanas! Pero no nos apresuremos. Todavía hay algo que decir respecto al templo de Jerusalén. Este no solo está en el corazón del judaísmo de la época por constituir el lugar santo por antonomasia, sino que también por ser el lugar desde donde se tejió la historia de Israel hasta el presente.
b) El templo de Jerusalén como el corazón de la historia y la identidad judía
Gran parte de la historia del pueblo de Israel, y por lo tanto de su identidad, estaba íntimamente relacionada con el santuario. Las penas y las alegrías, los fracasos y los éxitos, en fin, todo lo que constituye la historia del pueblo se relacionaba de una u otra manera con el templo. Se cree que el primer templo fue construido por Salomón hacia el siglo X a.c. Más adelante, en el reino de Ezequías sería considerado el único lugar donde se podía adorar a Dios (2Re 18,4-6.22; Is 36.7; 2Cr 32,12), idea que se reforzaría especialmente desde la reforma de Josías (2Re 23,21-23; 2Cron 35, 1-18). Estas reformas, que apuntaban a asegurar el favor de Dios, no previnieron al pueblo (ni al templo) de sufrir la derrota y la destrucción de manos de sus enemigos babilónicos. Efectivamente, el primer templo sería destruido por los babilónicos liderados por Nabucodonosor II en el 586 a.C. La destrucción del templo, y la consecuente deportación de parte de la población a Babilonia, marca el fin de todo un periodo histórico caracterizado por las continuas advertencias de los profetas quienes afirmaban que la infidelidad a la alianza sería castigada por Dios (Mic 3,12; Jer 7.14; 24, 4-6; Ez 5,11 etc.).
El exilio en Babilonia vio su fin con la conquista persa de Ciro en el 538 a.c. quien autorizó que los judíos regresaran a Jerusalén y reconstruyesen su templo. La construcción del segundo templo se inició bajo el liderazgo de Zorobabel y fue terminado no sin muchas dificultades hacia el año 515 a.C. Durante todo el período conocido como el del segundo templo (hasta su destrucción por los romanos en el año 70 d.c.) el santuario fue el centro de la vida política y espiritual de la nación. Así, por ejemplo, cuando el rey seleucida Antioco IV Epifanes en el 167 a.c. profanó el templo e intentó erigir un santuario a Zeus provocó la ira que conduciría a la revuelta macabea y a la independencia judía, que duraría más de un siglo.
Hacia el 19 a.C., y ya bajo el dominio romano, Herodes el Grande comenzó una gran restructuración del templo que lo convertiría en uno de los edificios más impresionantes de su época. En el tiempo en que se escribe nuestra homilía el templo de Jerusalén era motivo de orgullo para la mayoría de los judíos tanto en Judea como en la diáspora. Sin embargo, no muchos años después de la finalización de las obras aconteció la primera sublevación judía en contra del Imperio romano cuyo resultado fue la destrucción de Jerusalén y el templo el año 70 d.C. Este desastroso acontecimiento marcaría un hito fundamental en la historia de Israel, del judaísmo rabínico, y del cristianismo.
En el tiempo en que nuestro autor escribe su homilía el templo aún se erigía majestuoso, y en torno a él discurría gran parte de la vida religiosa y de la discusión teológica del pueblo de Israel. Distintos grupos, como fariseos, esenios, saduceos, y las distintas comunidades que componían las corrientes religiosas, se definían, en gran parte, en relación con el templo. Y es que este era mucho más que un lugar de culto público o de fuerte identidad nacional. Era el lugar donde la realidad trascendente de Dios permeaba de manera excelsa la realidad material del hombre a través de una serie de prácticas y creencias.
Con respecto a sus características constructivas era un edificio de proporciones impresionantes. Tenía muy poco que envidiarle a las grandes construcciones de su época. Sus murallas medían 281 metros de largo por el sur, 466 metros por el este, 488 metros por el oeste, y 315 metros por el norte. En total, el área del templo sumaba la impresionante extensión de 144.000 metros cuadrados. Una maravilla arquitectónica de la época.
A pesar de las dificultades, trataremos de imaginarnos cómo era. Vayamos recorriendo desde el exterior hacia el interior este increíble santuario. Nuestro recorrido se podría dividir en tres etapas. Primero, gran parte de la estructura estaba formada por un gran atrio que representaba el lugar abierto que rodeaba al tabernáculo. Varios espacios conformaban este atrio o soreg: en primer lugar, y hacia afuera, los pórticos, que consistían en dos filas de columnas, que en el noroeste se juntaban con el fuerte de Antonia. Generalmente en estos pórticos se hallaba una gran multitud de personas, también gentiles, mercaderes y cambistas. Bullicioso y lleno de movimiento, fue precisamente aquí donde Jesús realizó el acto profético que nos cuentan los evangelios en Mc 11,15ss.
Si caminamos hacia adentro, encontraremos un segundo atrio, “el de las mujeres”, donde todo israelita podía orar y estudiar la ley bajo condición de estar purificado. Si fuésemos gentiles nos prohibirían la entrada. Continuaremos desde aquí hacia unas escaleras que nos conducirán (ascendiendo) hacia la Puerta de Nicanor, desde donde se accedía al atrio de los israelitas.
El atrio de los israelitas era largo y estrecho, y solo podían acceder a él los varones. Si miramos al norte, veríamos una habitación enorme llamada Finehas, donde se guardaban los vestidos litúrgicos. Girando al sur podemos observar una segunda habitación, también muy grande, llamada de los havitin. Desde el atrio de los israelitas continuaremos nuestro recorrido hacia otro atrio, el de los sacerdotes, reservado solo para estos y los levitas, y en donde se practicaban los sacrificios.
El atrio de los sacerdotes es un lugar más sagrado, más solemne, en el que continuamente se sacrifican animales. Si nos fijamos en el medio de este atrio veremos el Altar de los holocaustos. Y si giramos la mirada al suroeste, veremos la habitación del Sacrificio del cordero; al sureste la habitación de los que hacían el pan de la proposición; al noreste la habitación que contenía los restos del antiguo altar profanado; y al noroeste se descendía a la habitación del ritual de la inmersión.
Hasta ahora hemos recorrido el primer gran atrio, el soreg, compuesto de varios patios que van adentrándose en progresiva santidad. La segunda parte dentro de la división tripartita del templo, y hacia donde nos dirigimos ahora, era precisamente el lugar santo o tabernáculo. Si pudiésemos mirar desde la altura veríamos que este tenía la “forma de un león, angosto en la parte trasera, y ancho en la parte delantera” (Mid. 4, 7). Acerquémonos a la entrada del tabernáculo. La fachada está adornada con cuatro columnas, y la puerta abierta deja ver un velo de grandes proporciones en el fondo. Entre las vigas del cielo se contemplan coronas de oro. Es impresionante. El techo es plano, las paredes de la sala están cubiertas de oro, y el piso es de mármol. En su interior vemos algunos objetos sagrados muy valiosos, como el Altar de oro de los perfumes, el candelero y la mesa de los panes de la proposición. Distintas habitaciones componían el tabernáculo, siendo el santo de los santos la más importante.
La tercera parte, dentro de la división tripartita del templo, es precisamente el santo de los santos. Desgraciadamente no podemos entrar. De hecho nadie puede hacerlo, a excepción del sumo sacerdote una vez al año, para la celebración del Yom Kippur. Sabemos, sin embargo, que el santo de los santos se encontraba dentro del tabernáculo y se hallaba separado de éste por dos velos. La habitación de 20 x 20 cubos sólo contenía el arca de la alianza. Esta consistía en un cofre hecho de acacia, cubierto de oro, y con cuatro anillos en cada costado para levantarlo y transportarlo con dos báculos (Ex 25, 10-15; 37, 1-5). Por encima del arca se encontraban dos figuras de querubines de la Gloria, “cubriendo con sus alas el Lugar del Perdón” (Heb 9, 5). La cubierta del arca junto con los querubines constituían no sólo el lugar sobre el cual se pedía por los pecados del pueblo (Ex 25, 17.21; Filón, Sobre los querubines 25; Moisés 2,95), sino que también el trono divino sobre el que descansaba la gloria de Dios (Ex 25, 22; Nm 7, 89). En el santo de los santos se pensaba que habitaba el Dios de Israel. Este era el lugar sagrado por antonomasia.
Podemos ahora entender por qué el autor de Hebreos es tan atrevido cuando, para resaltar la superioridad de la nueva alianza, compara este templo “hecho por hombres” con el celestial, mucho “más perfecto”, por cuanto “no es algo creado” (Heb 9, 11). La pregunta que se sigue es inexcusable, ¿cuál es el contexto adecuado para entender esta crítica? Antes de avanzar en esta dirección debemos responder a otras dos interrogantes. La primera de ellas es si nuestro instruido autor judeo-cristiano estuvo alguna vez en el templo de Jerusalén. Si somos capaces de responderla, podremos sacar importantes conclusiones sobre nuestro autor y la comunidad cristiana a la que escribe. La segunda es de carácter más teológico. El autor de Hebreos nunca habla del templo de Jerusalén. Esto es muy extraño. La duda que emerge sería: ¿Por qué nuestro autor en nuestra Carta habla del tabernáculo en vez del templo?
c) El autor de Hebreos en relación al templo de Jerusalén.
Aunque uno de los argumentos de nuestro autor es la comparación entre el templo de Jerusalén, símbolo de la antigua alianza, y el celestial, símbolo de la nueva, es legítimo preguntarse si éste alguna vez estuvo en el santuario de Jerusalén. Para contestar a esta pregunta tenemos que fijarnos en varios elementos que irán apareciendo a lo largo de nuestro recorrido por la homilía.
Constatemos, en primer lugar, que existen diferencias entre los escritos (incluso más o menos contemporáneas al templo) al momento de describirlo. Muchas de las fuentes que utiliza nuestro autor para describir el templo de Jerusalén no coinciden con otras descripciones que algunos podrían calificar como más fidedignas. Para entender esto con más profundidad, tenemos que preguntarnos: ¿cómo se imaginaba el autor de Hebreos el templo de Jerusalén? La respuesta sería: de una manera distinta al templo que recorrimos en el apartado anterior. Nuestro autor nunca menciona el gran atrio que constituía el lugar exterior que rodeaba al tabernáculo en el templo de Jerusalén y en el cual se daba gran parte de la vida activa del templo. Sí menciona, en cambio, el lugar santo o tabernáculo donde dice que se encontraba el candelabro y la mesa con los panes ofrecidos, pero omite cualquier mención al altar de oro de los perfumes. También menciona que dentro del tabernáculo, más allá de la cortina, se encuentra el santo de los santos (Agia agíwn) donde se encontraba el altar de oro de los perfumes y el arca de la alianza revestida toda de oro (Heb 9, 2) (Ex 16, 33-34). Notemos que el hecho de que el altar de oro de los perfumes se encuentre en el santo de los santos es problemático, ya que de acuerdo a otras tradiciones éste se encontraría fuera (Ex 30, 6; 40, 26; Lv 16, 18; m.Tamid 1, 4; 3,1.6.9; 6, 1; Josefo, Guerras Judías 5, 216-218; Ant 3, 139-147; Lc 1, 8-11; Filón, Moisés 2, 94-95.101-104). ¿Cómo explicar esta discordancia entre las fuentes? ¿Cuáles son más fiables? Pero hay más.
De acuerdo a Hebreos, dentro del arca de la alianza se encontraría una jarra de oro con maná, la vara florecida de Aarón (Nm 17, 23), y las tablas de la alianza (Heb 9, 4) (Ex 25, 16; Dt 10, 2). De nuevo el autor de Hebreos no concuerda con otras fuentes. De acuerdo al Antiguo Testamento solo las tablas de la alianza se encontraban dentro (Ex 25, 16.21; Dt 10, 1-2; 1Re 8, 9; 2Cro 5, 10); la jarra de oro y la vara florecida de Aarón se hallarían frente al arca (Ex 16, 32-34; Nm 17, 10-11). De todo esto, ¿qué podemos concluir? Que nuestro autor utiliza fuentes propias para instruirse acerca del templo de Jerusalén y que no concuerdan con otras (que por lo demás no dejaban de ser contradictorias).
Pero hay más problemas. En general, para éste la estructura del templo no es tripartita, como en muchas de las fuentes citadas en los capítulos anteriores, sino que bipartita: el lugar santo (o tabernáculo) y el santo de los santos. Sin embargo, y para hacer justicia, lo que parece una peculiaridad no lo es tanto. Josefo, el famoso historiador judío de la época, hablará en una ocasión del templo como dividido en dos áreas: aquellas donde podían acceder los gentiles (los atrios exteriores), y aquellas adonde solo podían entrar los judíos (los atrios interiores) (Guerras Judías 5. 193-195)13. Ahora bien, lo que no encontramos en ninguna otra fuente, a excepción de Hebreos, es el entender el templo exclusivamente como el lugar santo al cual acceden los sacerdotes desde los atrios exteriores y el santo de los santos en su interior donde solo el sumo sacerdote puede entrar una vez al año.
Quizás nunca sepamos con exactitud las fuentes que maneja nuestro autor para escribir sobre el templo de Jerusalén. Tampoco sabemos por ahora si alguna vez estuvo en él. Dejemos pendiente estas cuestiones para seguir investigándolas en los siguientes capítulos. Quizás aparezcan nuevos antecedentes que arrojen luz al respecto. Sólo entonces, podremos sacar interesantes conclusiones del hecho que un educado judío de habla griega especulará probablemente en Roma a partir de las teologías del templo a pesar de no haber estado nunca (aparentemente) en el templo de Jerusalén.
Por último, constatemos uno de los aspectos que más llama la atención en la Carta a los Hebreos. A pesar de que parte de la argumentación es la superioridad del templo celestial sobre el de Jerusalén, a través de una comparación, este último no se menciona. En vez de hablar del templo de Jerusalén, el autor se refiere al tabernáculo (skhnh), expresión que encontramos en Ex 25, 40 (tinb.t) en la que se nos dice que Moisés recibió en el Sinaí un modelo de una tienda sagrada donde habitaría Dios, y que el pueblo debía llevar consigo en su peregrinación por el desierto (Heb 8, 5). ¿Por qué el autor de la homilía habla de tabernáculo en vez del templo? ¿Existe alguna intención teológica que explique el uso de este término?
La respuesta tiene que ver con el hecho que el tabernáculo es un término que lleva a la audiencia al Sinaí, al desierto y a la generación que Moisés condujo a la tierra prometida. El tabernáculo nos conduce al desierto, al lugar donde Dios celebró su alianza con Moisés. La respuesta ahora aparece evidente. Hablar de tabernáculo en vez de templo tiene una intención teológica que ilumina de entrada la originalidad y libertad del autor. Este no solo se preocupará de comparar el templo de Jerusalén y el celestial, sino que también quiere contraponer dos alianzas, la recibida en el Sinaí y la celebrada por Jesús en el templo celestial; la segunda, de naturaleza superior a la primera, ha inaugurado los acontecimientos finales de la historia de salvación (Heb 1,2; 9,26). Esta es la razón por la que la comunidad tiene que perseverar y ser fiel a pesar de las adversidades del tiempo en que viven. La nueva alianza se ha sellado en un templo que no ha sido hecho por hombres, en un templo celestial, mucho más perfecto, por cuanto no es algo creado (Heb 9, 11). Esta superioridad garantiza la perfección de esta alianza inaugurada por Jesús. Vale la pena perseverar en ella, a pesar de las multiples dificultades por las que atraviesa la comunidad en Roma.
2. El templo celestial como lugar donde se celebra la nueva alianza
Como hemos explicado, la intención del autor de Hebreos es comparar dos alianzas (la de Moisés en el Sinaí y la de Jesús en el templo celestial), en el contexto de la necesidad de un nuevo culto (Heb 9,1-10, 39), valiéndose de las comparaciones entre el templo de Jerusalén y el celestial para mostrar la superioridad del segundo. El autor le mostrará a su audiencia judeo-cristiana de Roma que la santidad del tabernáculo no es sino una copia del verdadero templo celestial donde Jesús ha celebrado la nueva alianza.
Efectivamente, una vez resucitado, e inaugurando el tiempo definitivo, Jesús “entró en un santuario más noble y más perfecto, no hecho por hombres, es decir que no es algo creado” (Heb 9, 11). El templo de Jerusalén sería un santuario “hecho por hombres, figura del santuario auténtico”, que se encontraría en los cielos y en el cual Jesús entró cuando resucitó (Heb 9, 24).
La misma idea se señala en otras partes de la homilía, como en Heb 8, 2, donde se habla del “santuario y tienda verdadera” para referirse al templo celestial en contraposición al construido por los hombres. La descripción del tabernáculo como “hecho por hombres” (ceiropoíhtoj) (Heb 9, 24) es peyorativa y tiene como función realzar la verdad y lo sublime del templo celestial. El templo de Jerusalén, con todo su servicio sacerdotal, no sería más que una copia del verdadero templo celestial (Heb 8, 5). ¿De dónde emerge esta idea del templo celestial? ¿Cuál es el aspecto de éste? ¿Qué importancia puede tener la existencia de un templo celestial?
Muchas veces se nos ha dicho que detrás de esta idea de un templo celestial de carácter ideal (en contraposición al templo de Jerusalén) se encuentra un neoplatonismo muy propio de la época. El mundo en el que nos movemos, sentimos, y actuamos no es sino una copia defectuosa de una realidad ideal, permanente, inmutable. La superioridad del mundo ideal pone de manifiesto la corruptibilidad y temporalidad en la que existimos. Así, en el caso que nos atañe, el templo celestial es el verdadero santuario habitado por Dios y sus ángeles, del cual el templo de Jerusalén es sólo una copia material de carácter perecedero.
Ahora bien, es necesario enfatizar que no necesitamos recurrir a las ideas platónicas o filónicas para entender esta contraposición entre el templo de Jerusalén como copia defectuosa del verdadero templo celestial. Esta es una idea fehacientemente atestiguada en distintas fuentes judías apócrifas y en la literatura del Qumrán. Para ilustrar este punto, lo que haremos ahora será estudiar un clásico ejemplo de la descripción del templo celestial en el primer libro de Enoc (capítulo 14). Este ejemplo nos permitirá situar la comparación de Hebreos en un contexto judío. Esto es muy relevante para contextualizar correctamente el contenido de la homilía.
Comencemos diciendo que en el tiempo de Jesús, el patriarca Enoc era una figura muy importante para algunos grupos religiosos. De hecho, en el siglo primero circulaban varios libros cuyo protagonista era Enoc. Esto nos parecerá algo extraño porque en nuestras escrituras canónicas apenas si se menciona al abuelo de Noé. Este sólo aparece en una breve mención de Gn 5, 24: “Enoc caminó en compañía de Dios y después desapareció porque Dios se lo llevó”(ky-lqch ´to ´lhym). Esta mención, aparentemente pobre, abrió las puertas a numerosas especulaciones. ¿Qué significaba que Enoc haya caminado en compañía de Dios? ¿Su desaparición implicaba que nunca había muerto? ¿Qué quiere decir que Dios lo haya tomado consigo? ¿Hacia dónde lo tomó? ¿Qué fue lo que Enoc vio cuando fue tomado por Dios?
Todos los textos que se escribieron en relación a Enoc, y que intentaban responder a estas y otras preguntas, datarían del siglo III a.c en adelante. Ahora bien, estos textos sin duda recogían ideas teológicas muy antiguas, algunas presumiblemente pre-exílicas. El primero de estos libros es una colección de obras que se conoce con el nombre de Primer libro de Enoc (o el libro etíope de Enoc)14. De esta colección, la que más llama la atención es la conocida como el Libros de los vigilantes, que cuenta una historia bastante extraña. Se trata del pecado de los ángeles caídos, que consiste en una doble desobediencia. Primero, estos ángeles descienden de los cielos y enseñan a los hombres conocimientos prohibidos, como ensalmos y conjuros (1Enoc 8,3; 9,6-8; 13,2 [versión etíope]). Luego, atraídos por la belleza de las mujeres, tienen relaciones sexuales con ellas (1Enoc 7,1[versión etíope]), y engendran gigantes que ocasionan el caos entre los hombres (1Enoc 6,1-4; 7,1-6; 9,7-8; 10,9.11; 15,3-7.12 [versión etíope]).
Enoc es un justo que vive en un mundo caótico, donde los gigantes destruyen todo a su alrededor. Ante la situación de caos, los ángeles buenos le piden a nuestro héroe que les anuncie a estos ángeles malvados el castigo reservado por Dios por su desobediencia. Cuando Enoc cumple su cometido los ángeles caídos le ruegan que ascienda a los cielos e interceda ante Dios en su favor. Enoc viajará a los cielos para cumplir esta misión. Lo más interesante es que en la medida que va ascendiendo Enoc describe lo que va viendo, hasta finalmente llegar al lugar que nos interesa: el templo celestial. Pero, su tarea no tendrá éxito, Dios no perdonará a los ángeles malvados.
Acompañemos a Enoc en su viaje celestial y prestemos especial atención a su descripción del templo celestial. Como hemos dicho anteriormente, esto nos ayudará a comprender que no necesitamos de las ideas platónicas o filónicas para entender la contraposición entre el templo de Jerusalén (copia defectuosa) y el verdadero templo celestial.
El relato comienza de una manera sorprendente cuando Enoc describe de qué manera se vio arrebatado a las alturas: “He aquí que las nubes y la niebla me reclamaban, el curso de las estrellas y los relámpagos me estimulaban y apremiaban, y los vientos en mi visión me arrebataban raudos elevándome a toda velocidad (y llevándome) al cielo”15 (1 Enoc 14, 8). El cosmos que contemplará nuestro héroe se define como una enorme estructura tripartita, del mismo modo como el templo de Jerusalén también lo era. La diferencia está en que el santuario celestial es mucho más impresionante y santo que el de Jerusalén.
En primer lugar, Enoc contempla el muro de un edificio construido con granizo (Is 30, 30; Job 38, 22; Ez 38, 22) y rodeado de lenguas de fuego (1 Enoc 14, 9). El héroe prosigue adelante y consigue atravesar las llamas sin sufrir daño ( Is 43, 2; 2 Enoc 22), denotando el haber sufrido una transformación16. Enoc se ha convertido en alguien diferente, en alguien que no sufre daños por el fuego, en un ser celestial. Al atravesar la primera muralla, Enoc ha atravesado el muro que correspondería a la muralla exterior que protege los patios interiores del templo de Jerusalén, dentro de los cuales los gentiles no pueden entrar. Pero estos muros no son de piedra como en el santuario terreno, sino de fuego, mucho más gloriosos e impresionantes.
Una vez traspasada esta muralla de llamas, el vidente contempla una visión extraordinaria. Se trata de una mansión hecha de granizo y cuyos muros son como planchas de piedra (1 Enoc 14, 10). Este edificio es, tal y como lo sospechamos, el palacio o templo celestial y corresponde al Lugar Santo, tabernáculo, o Santuario en Jerusalén. La descripción de este edificio, sin embargo, hace palidecer su correspondencia (o copia) terrena. Los muros y el piso son como la nieve (1 Enoc 14, 10; Job 38, 22); el techo de la casa lo tejen truenos y relámpagos; su cielo es de agua (1 Enoc 14, 11), la puerta, de fuego ardiente, con sus llamaradas rodea el palacio (1 Enoc 14, 12), y este en su interior es, a la vez, caliente como un horno y frío como un nevero (1 Enoc 14, 13).
Cuando Enoc entra en aquel palacio siente que el terror y los temblores se apoderan de él (1 Enoc 14, 13). Esta es una reacción que encontramos en la mayoría de los videntes apocalípticos. Pero también es la que puede acontecer en mucha menor medida al sacerdote que entra en el santuario de Jerusalén. Lo propio del relato de Enoc es que lo que le produce el terror y el temblor no es Dios mismo sino la gloria divina que habita en el templo. Enoc cae rostro a tierra, lo que subraya la distancia enorme que media entre el viajero celestial y el objeto de la revelación (1 Enoc 14, 14).
Llegamos al culmen cuando Enoc ve que se abre otra puerta, y dentro del palacio aparece otro aún más magnífico en esplendor, gloria y majestad que el anterior (1 Enoc 14, 15-16). Tal como intuimos, Enoc ha entrado, como el sumo sacerdote, en el santo de los santos del templo celestial. De nuevo, la gloria de esta construcción hace que su contrapartida terrenal aparezca insignificante. Este nuevo palacio está todo hecho de llamaradas de fuego (1 Enoc 14, 15); en la parte superior resuenan truenos y relámpagos, y sobre él no aparecen querubines de fuego como en 14, 11. En el santo de los santos se encuentra el trono de Dios (el Carro o Mercabá) que tiene su contrapartida terrenal en el arca de la alianza. Es un sitial elevado (Is 6, 1 y Ez 1, 26), hecho como de cristal, cuyo contorno es de sol brillante (Ez 1, 16; Dn 7, 9) y en el cual hay una imagen como de querubín (1 Enoc 14, 18). De él emanan ríos ardientes que le impiden a Enoc contemplarlo con nitidez (Ex 38,20).
A continuación, Enoc pasa de la visión del trono a la contemplación de la “gran gloria”, cuyo vestido es más brillante que el sol y más blanco que la nieve (1 Enoc 14, 20). Esto hace que ningún ángel ni ser carnal pueda mirarle a la cara (1 Enoc 14, 21). Una gran hoguera le circunda, lo que impide que nadie se le acerque. Está rodeado de multitud de ángeles en pie, pero Él no necesita consejo de nadie (1 Enoc 14, 22). Los más santos de entre ellos no se separan de Dios ni siquiera de noche (1 Enoc 14, 23). Al final, Dios mismo llama a Enoc para que escuche sus palabras (1 Enoc 14, 24) sin exigirle ningún tipo de purificación.
El planteamiento del autor de Hebreos no es tan distinto al de la tradición enóquica. Ambos suponen la existencia de un templo celestial, perfecto y glorioso, del cual el templo de Jerusalén es sólo una copia (hecha por hombres).
Esta misma idea la encontramos, de hecho, en muchas otras obras. Por ejemplo, en el 2 Enoc se habla de un “altísimo trono” donde el Señor permanece “sentado” en el santo de los santos celestial (2 Enoc 9, 4), descripción que coincide con la de la Carta a los Hebreos en relación con el tabernáculo: un “trono inmenso no hecho a mano”. El trono siempre es descrito en estas obras de manera superlativa. Aquí es donde se encuentra la gloria divina, y por lo tanto expresa de manera sublime la unicidad de la realidad celeste. En el Exagogue de Ezequiel el Dramaturgo17 se narra cómo Moisés contempló un trono “tan enorme que tocaba las nubes del cielo”. En los Cánticos del sacrificio sabático, texto litúrgico del Qumrán, se habla del “tabernáculo de mayor altura, la gloria de su reino” (4 Q 403 II, 10). En el Apocalipsis de Abraham el héroe contempla bajo el trono “cuatro criaturas de fuego que cantaban. Su aspecto era el mismo; cada una de ellas tenía cuatro rostros. Tal era el aspecto de sus rostros: de león, de hombre, de toro y de águila. Cuatro cabezas y cada criatura con seis alas; un par le salía de sus hombros, un par de sus costados y un par de su cintura, cubriendo sus rostros con las alas que salían de sus hombros” (Ap.Ab 18, 3-5)18. Además, Abraham contempla la mercabá (carro-trono), cada una de cuyas ruedas estaba llena de ojos y sobre éstas se situaba el trono cubierto y rodeado de fuego (Ap.Ab 18, 9-11).
Todos estos ejemplos, entre muchos, iluminan la idea expresada en la Carta a los Hebreos con respecto a la comparación entre el tabernáculo (hecho por hombres, y por tanto defectuoso) y el templo celestial donde acontece la verdadera redención. Hay una crítica al templo de Jerusalén con su sistema sacerdotal, ritual, y festivo. La Carta a los Hebreos se inscribe, en este sentido, en las teologías del templo presente en su tiempo, lo hace realzando la inconmensurable superioridad del templo celestial sobre el de Jerusalén, y dejando adivinar una crítica a las deficiencias de este último. A través de estas ideas el autor pretende ejemplificar la superioridad de la nueva alianza (sellada en el templo celestial) sobre la mosaica. Es así, entonces, cómo se exhorta a la comunidad a valorar y perseverar en la alianza inaugurada por Cristo.
Aun así cabe destacar que, a diferencia de muchos escritos contemporáneos, la Carta a los Hebreos es sumamente austera en el momento de describir el templo celestial. En ese sentido omite toda descripción espectacular del santo de los santos o del trono, tan común en la literatura apocalíptica y posteriormente de la Hejalot19. ¿Cómo podríamos entender esta omisión? ¿No se estará negando a supuestas experiencias visionarias que podrían estar en la base de ese impresionante desarrollo literario que significó la apocalíptica y los himnos de Hejalot? Y de ser así, ¿por qué se estaría negando a la experiencia visionaria?
Este es un asunto de primordial importancia en el desarrollo del cristianismo primitivo y sobre el cual nos detendremos en el capítulo cinco. Podríamos adelantar, sin embargo, que el autor de Hebreos se aleja deliberadamente de cualquier aproximación esotérica o visionaria que distraiga a los oyentes de la exhortación a la valoración y fidelidad a la nueva alianza. Lo importante no son las visiones extraordinarias de las realidades celestes, sino la respuesta creyente y fiel a la alianza inaugurada por Cristo en el tiempo final de la historia.
Una excepción, sin embargo, pareciera encontrarse en Heb 12, 22-24 donde, de nuevo en el contexto de la comparación entre las dos alianzas, se hablará del templo celestial como el “monte Sion, la ciudad del Dios vivo y la Jerusalén celestial” en la que miríadas de ángeles celebran con gozo un festival religioso (Heb 12, 22), junto con la “asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos” (Heb 12, 23) , el Dios juez de todos y los espíritus de los justos hechos perfectos. En medio destaca la figura de Jesús, el mediador de la nueva alianza (Heb 12, 24; ver también Heb 8, 6), a través de su sangre derramada. En esta descripción, que tampoco alcanza las alturas de las estudiadas en algunos escritos apócrifos, el interés teológico del autor de Hebreos va en otra dirección. Lo que quiere enfatizar, más allá de la comparación entre los templos, son las diferencias entre la antigua y la nueva alianza, entre Moisés y Jesús, entre el tiempo antiguo y “la consumación de los siglos” (Heb 9,26). En ese sentido, cualquier especulación sobre los templos es meramente funcional a los objetivos teológicos y pastorales de la homilía. Pareciera ser que la preocupación del autor es la mera respuesta de fe de su audiencia.
En este capítulo hemos visto que el autor de la Carta a los Hebreos quiere exhortar a su comunidad en Roma a ser fieles a la nueva alianza inaugurada por Cristo. Para ello tiene que demostrar que esta nueva alianza es superior a la mosaica, y a través de esto, decir que realmente vale la pena ser fieles a ella. Esto lo hará enfatizando la superioridad del templo celestial, donde se ha sellado la nueva alianza, sobre el tabernáculo (templo de Jerusalén) que representa la antigua alianza inaugurada por Moisés. Esta tarea, como hemos visto, no fue nada fácil, porque el templo de Jerusalén era una realidad llena de contenido teológico, histórico y simbólico para los destinatarios de la homilía. Además, a partir de la forma en que argumenta el autor, surgen ciertas preguntas. ¿Estuvo alguna vez en el templo de Jerusalén? ¿Qué fuentes son las que maneja? ¿Por qué, a diferencia de otras fuentes apócrifas, es tan austero al momento de describir el templo celestial? Estas preguntas nos acompañarán todavía en el siguiente capítulo donde veremos cómo nuestro autor sigue argumentando la supremacía de la alianza inaugurada por Jesús y sus consecuencias escatológicas.
1 Tres son las fuentes de información principales con respecto al templo. En la literatura rabínica los tratados Middot, Tamid, Yoma y Shekalim; en Josefo, las Antigüedades 15, 380-425 y las Guerras judías 5,184- 247; y los restos arqueológicos, incluyendo las inscripciones que se refieren al templo. Para más detalles: Encyclopedia Judaica, Vol. 19, (Ed. F.Skolnik), Nueva York, 2007, p.613.
2 Sal 125, 1: “Los que confían en el Señor son como el monte Sión, no tiembla, permanece inconmovible para siempre”. Hablando del templo como centro del mundo el Midrás Tanchuma, Qedoshim nos provee de un ejemplo muy claro: “Así como el ombligo es el centro del cuerpo humano, la tierra de Israel es el centro del mundo…situada en el centro del mundo, y Jerusalén en el centro de la tierra de Israel, y el santuario en el centro de Jerusalén, y el lugar santo en el centro del santuario, y el arca en el centro del lugar santo, y la piedra fundadora bajo el lugar santo, porque desde allí el mundo se estableció”.
3 En el libro de Amós leemos las promesas escatológicas en esa línea: “Las montañas harán correr el vino nuevo y destilarán todas las colinas” (Am 9, 13b). También en Joel se profetiza que de los montes del templo manarán licor y leche, y que “brotará un manantial en el templo del Señor que engrosará el Torrente de las Acacias” (Jl 4, 18). Ezequiel, por su parte, también promete que del monte del templo emanarán las aguas en abundancia que producirán un paisaje paradisiaco con muchos árboles frutales, follaje que no se secará, animales y peces (Ez 47, 1-12). El caso de Daniel es particular porque este contempla cómo desde bajo del trono de Dios emana un “río impetuoso de fuego” (Dn 7, 9). La misma imagen la encontramos en 1 Enoc 14, 15; 3 Enoc 36, 1-2 y Ap 22, 1-4. Este río de fuego adquiere otro tono en Hejalot Rabbati [161] donde leemos que “ríos de alegría, ríos de regocijo, ríos de júbilo, ríos de contento, ríos de amor, ríos de amistad, se vierten a sí mismos, emanando desde el trono de gloria, se fortalecen a sí mismos y pasan a través de las puertas del séptimo cielo”.
4 Ezequiel describe las murallas del gran atrio del templo a modo del jardín del Edén: en el muro se habían representado querubines y palmas desde el suelo hasta encima de la entrada (Ez 41, 20). El mismo autor cuando compara al rey de Tiro con Adán relaciona el paraíso, el monte santo y el templo (Ez 28, 13-16).
5 En Jub 8, 19 se relaciona al Jardín del Edén no solo con el santo de los santos sino, además, con el Sinaí y con el monte Sión, y es que Noé sabía que “el Jardín del Edén, santo de los santos y morada del Señor; el monte Sinaí en el desierto; y el monte Sión en el ombligo de la tierra, los tres uno frente al otro, habían sido creados santos” (F.Corriente, A. Piñero- Libro de los Jubileos, Apócrifos del Antiguo Testamento, Vol. II, (Ed. A. Diez Macho) Madrid, 1983, p.104) Para el autor de este libro el ritual que rige al templo de Jerusalén existe desde la creación de los ángeles pues tiene un origen celestial (Jub 30, 18). A modo del sacerdote, “el día en que salió del Jardín, Adán ofreció un buen aroma, aroma de incienso, gálbano, mirra y nardo, por la mañana cuando salía el sol, el día que cubrió sus vergüenzas” (Jub 3, 27) ( F. Corriente, A. Piñero- Libro de los Jubileos, Apócrifos, Vol.II, p. 89).
6 En este texto leemos que Dios creó a Adán en el lugar que ocupaba el templo: “Cuando amasaba el polvo del primer hombre, estaba en un lugar puro, estaba en el ombligo de la tierra” (PRE 11, 2).
7 Es necesario señalar que los miembros del Qumrán se entendían como el verdadero Israel, aquellos que tenían acceso al templo celestial donde, transformados, alababan a Dios junto a los ángeles (1 QS 9, 5 ). El Consejo de la comunidad, el grupo de elite de los miembros tenía que cumplir una serie de requisitos físicos y de pureza (1 QS Regla mesiánica) precisamente porque en las liturgias alababan a Dios junto a seres celestiales. Este consejo lo componían doce hombres, como representantes del verdadero Israel; más tres sacerdotes como representantes de los hijos de Aarón (1 QS 8, 1-15). Pero no solamente el consejo de la comunidad, sino que toda ella se entendía como santa (1 QS 1, 1-15) usando imágenes relacionadas con el templo para definirse: plantación eterna, casa de santidad para Israel, suprema santidad para Aarón, los elegidos de la Voluntad de Dios, la verdad de Israel. También en los Tratados sobre la guerra (1 QM, IV) la comunidad ocupa términos relacionados con el templo para definirse: Congregación de Dios, asamblea de Dios, los llamados por Dios.
8 En lQHodayot 11,19-23 se habla del hombre como aquel “modelado de la arcilla” (Gn 2, 7) para luego ser puesto en la “asamblea de los hijos del cielo”. En la línea 21 se repite la misma estructura. Se describe al hombre al modo adámico como el espíritu depravado a quien Dios ha purificado de la gran ofensa.
9 En 1 QHodayot 4, 14-15 [17, 14-15] leemos que Dios perdona de todos sus pecados a quienes le son fieles y expulsa todas sus perversidades, “dándoles en heredad toda la gloria de Adán y la abundancia de días”. La dinámica es la siguiente: Adán recibe toda la gloria de Dios cuando entra en el Jardín del Edén donde habita Dios.
10 En el Documento de Damasco la comunidad se describe como “el verdadero Israel”, aquellos que cumplen la Alianza “para la vida eterna y toda la Gloria de Adán” (3, 2 0) y para quien se construye una “casa segura” (3, 19).
11 En 4 QpPsa (4 Q171) 3,1-2 donde el resto ha retornado del desierto para vivir por mil generaciones en la salvación y “sus descendientes para siempre” van a poseer “toda la herencia de Adán”.
12 En las Palabras de los luceros 4 QDibHam (4 Q504, 506), texto pre-qumrámico de carácter litúrgico, leemos en la oración del primer día: “[A Adán] nuestro padre, lo modelaste a la imagen de tu gloria […] [… un soplo de vida] soplaste en su nariz, e inteligencia y conocimiento […] […en el jardín del Edén, que tú habías plantado. Lo hiciste dominar […] […] y para que marchase en una tierra de gloria […]” (4 Q 504 fragmento 8). Tal como llama la atención C. Fletcher -Louis la frase de Gn 1, 26 “a nuestra semejanza” ha llegado a ser, en esta oración, “a la imagen de tu gloria”. Este cambio implica la adopción de la expresión de Ez 1, 28 “era la apariencia visible de la gloria del Señor” lo que implicaría que la gloria de Adán de acuerdo a 4 Q504 frag. 8 es semejante (v) a la que ocupa Dios en su trono de acuerdo al contexto de Ez 1. Esto nos lleva a la creación de Adán en el contexto del sacerdocio y del templo celestial. Otros textos relacionados desde el punto de vista cultual son CD 3, 20 (cf. CD 3,12-4:4) y 1QFI4, 15. Para más detalles: Crispin Fletcher-Louis, All the Glory of Adam, Liturgical Anthropology in the Dead Sea Scrolls, Leiden, 2002.
13 William Lane, Hebrews 9-13, (Word Biblical Commentary Vol. 47b), Dallas, 1991, p. 219.
14 Para más información acerca de este texto apócrifo ver el apéndice al final de esta obra.
15 Federico Corriente, Antonio Piñero, – Libro 1 de Enoc (Etiópico y griego), Apócrifos del Antiguo Testamento, Vol.IV, (Ed. A. Diez Macho), Madrid, 1984, p.51. En esta traducción el autor sigue fundamentalmente el texto etíope de Knibb (basado en Ryl. 23, texto tipo II), aunque también adopta elementos del tipo I cuando lo considera superior.
16 Ithamar Gruenwald, Apocalyptic and Merkavah Mysticism, Leiden/Koln, 1980, p. 32-34.
17 La tragedia Exagogue fue escrita por Ezequiel el Dramaturgo probablemente en el siglo II a.C. Este texto es citado por Alejandro Polyhistor, quien vivió alrededor del 80-40 a.C., lo que nos indica la antigüedad de estas tradiciones.
18 Salustio Alvarado, Apocalipsis de Abrahán- Apócrifos del Antiguo Testamento, Vol.VI, (Ed. A. Díez Macho), Madrid, 2009, p. 92.
19 Para más información acerca de esta temprana literatura mística judía ver el apéndice al final de esta obra.