El Logos en el Evangelio de la Verdad y en Juan
En este contexto se necesita un mediador entre la perfección del Padre y sus palabras y nombres. Este es el rol que juega, al igual que en el cuarto evangelio (1,3), el Hijo-Logos: Cada una de sus palabras (de Dios) es la obra de su voluntad única en la revelación de su Logos (36, 39-40). Al igual que Filón de Alejandría y que el Evangelio de Juan, el autor del Evangelio de la Verdad señala que el Logos es distinto al Padre, y al mismo tiempo se identifican. La unidad entre el Padre y el Hijo en el Evangelio de la Verdad se da, al igual que en el cuarto evangelio (17,11) en el nombre del Padre: El nombre del Padre, empero, es el Hijo (38,6).
Una de las funciones del Hijo-Palabra en el Evangelio de la Verdad es revelar lo que está al interior del Padre para que sus emanaciones se vuelvan a Él como fuente de todo (23,33-24, 20; 36,39-37,18). Así también se lee en 41, 14-29: Porque el lugar hacia el que extienden su pensamiento (las emanaciones), ese lugar, su raíz, es la que las eleva en todas las alturas hacia el Padre. De hecho es en este punto donde más se acentúa las diferencias entre ambos evangelios por cuanto la obra redentora de Jesús, de acuerdo al Evangelio de la Verdad, consiste en revelar en el momento de la cruz los nombres de aquellos que se salvarán para que estos reconociendo que proceden del Padre se vuelvan a Él. En otras palabras, Jesús nos hace recordar que venimos de Dios, que nuestra más íntima identidad (nuestros nombres) procede de Él, y que hacia Él debemos retornar. Una de las imágenes que utiliza el Evangelio de la Verdad para apuntar a esta realidad es la del libro o testamento que contiene los nombres y que Jesús manifiesta en la cruz: Por este motivo apareció Jesús, revistió aquel libro, fue clavado en un madero, y publicó el edicto del Padre sobre la cruz. ¡Oh, sublime enseñanza! (20,2). El contenido soteriológico de la cruz está dado en cuanto Jesús revela los nombres de quienes se salvan para que estos reconozcan los harapos perecederos que cubrían al Jesús en la carne y se vuelvan a la incorruptibilidad que reviste a Jesús glorificado y de la cual ellos han emanado (20,3). En otras palabras, el Logos nos recuerda nuestra más íntima identidad y procedencia, que no tiene que ver con el mundo corruptible y perecedero, sino con el Padre en quien somos y existimos.