Resurrección, milagros y poder de Dios
Lo que explica la rápida expansión del cristianismo en los primeros años no es tanto la resurrección de Jesús entendida como el encuentro de éste con los suyos al modo de los relatos sinópticos, sino la experiencia de la resurrección entendida como el poder de Dios que se manifiesta a través de los carismas y milagros. Jesús transformado y exaltado se convierte en el dispensador del espíritu que da vida (1Cor 15,45; Gal 4,6; Rm 8,9ss) y que se desarrolla sensiblemente a través de diversos carismas. Esta perspectiva se enriquece si entendemos que estos carismas tienen una correspondencia cósmica: la resurrección de Jesús se entiende en el contexto de la esperanza general de que todos resucitaremos o seremos transformados de manera inminente. La resurrección de Jesús no es un hecho aislado, que sólo le aconteció a él, sino más bien el anuncio de nuestra próxima transformacion (1Cor 15, 20). Jesús es el primer fruto de una cosecha que ya ha comenzado a realizarse. Nosotros somos los otros frutos que pronto seremos cosechados. La resurrección de todos aquellos que confiensan que Jesús es el Señor, entendía Pablo, implica el fin del tiempo presente dominado por poderes malignos, representados por la injusticia, el pecado, la inmoralidad, y por el poder imperial romano. No se trata del fin del mundo sino de su transformación. La misma transformación que la resurrección de Jesús hecho a andar y que se manifiesta ya ahora en el poder y los milagros de los cuales los cristianos son testigos. El sentido de inminencia de nuestra próxima resurrección y de la transformación del mundo presente se lee a lo largo de toda la correspondencia paulina auténtica. Estamos viviendo, ya ahora, las señales de nuestra inminente transformación y el fin del tiempo perverso y presente.
Es importante, también, constatar que este poder de Dios expresado a través de himnos, revelaciones, profesías y distintos carisma (1Cor 14,26) se desarrolla de manera paralela al culto de los levitas en el Templo. David les había ordenado alabar al Señor con musica, agradecerle e invocarle, todo en el templo (1Cro 16,4). El carisma de la profecía tenía como lugar propio el Templo ya que muchos de los profetas clásicos habían sido sacerdotes (Ezq 1,3; Jer 1,1; Zac 1,1; Ez 5,1; 6,14). En el clásico José y Asenet el rol de Leví esta enmarcado en su capacidad de profetizar (22,13; 23,8; 26,6). En ese sentido los distintos carismas en las comunidades paulinas tienen relación con el templo, no con el literal que se encontraba en Jerusalén, sino con el espiritual que se encontraba en el conjunto de creyentes. Al igual como se entendía el templo de Jerusalén, en la comunidad cristiana la realidad celeste toca la terrena. En Los Hechos de Pablo (9) vemos que cuando Pablo visita a Aquila y Priscila en Efeso tiene una visión de un ángel que se dirige a él en lenguas al modo de la glosalía de 1Cor 13,1. Esto indica que este carisma se entendía como el poder hablar la lengua de los ángeles. Esta visión no es del todo lejana con otras ideas como la que encontramos en 1Pe 2,5 donde se dice que los cristianos son un pueblo santo de sacerdotes.