La ignorancia como consecuencia del Pecado en algunos Padres
«¿Cómo va a tener salud el alma racional, cuando está enferma en su facultad de conocer?» dice Gregorio de Palamas (Triadas II, 3,17). Esta enfermedad se refiere principalmente a la ignorancia de Dios. Así lo reconoce Máximo el Confesor hablando de Adán: «consistió en ignorar a Aquel que es la causa del hombre». En efecto, «lo que la salud y la enfermedad son en relación al cuerpo vivo…el conocimiento y la ignorancia lo son en relación al espíritu» (Cuestiones a Talasio, prólogo). Evagrio también considera que la ignorancia de Dios es la «enfermedad del alma» (Capítulos gnósticos II 8), mientras que el conocimiento «es la salud del alma»(Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio 59 en PG 90, 604B). Y es que la inteligencia del hombre está hecha por naturaleza para buscar las cosas divinas y para tender al conocimiento de Dios. Cuando ejerce esta actividad esta sana, pero cuando se separa de Dios, cae enferma, pues deja de actuar según su finalidad natural. Adán conocía las cosas sensibles antes del pecado, solo que desde el punto de vista espiritual. Captaba las «razones espirituales» de las cosas, es decir, las captaba en relación a su creador siguiendo la intuición de Rm 1,20: «Lo invisible de Dios, su poder eterno y su divinidad, se hacen reconocibles a la razón, desde la creación del mundo por medio de sus obras. Por tanto no tienen excusa». Si Adán no hubiese caído hubiese sido en el conocimiento como Dios, siguiendo las palabras de Salomón: «El me ha dado la ciencia verdadera de lo que es, me ha hecho conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos, el comienzo, el fin el medio de los tiempos….la naturaleza de los animales….el poder de los espíritus y los pensamientos de los hombres, las variedades de las plantas y las virtudes de sus raíces. Todo lo que está oculto, todo lo que se ve lo he conocido yo; pes quien me ha instruido es la Sabiduría, artífice de todo (Sab 7, 17-21). El mal intelectual para Adán consistió en ignorar a Dios y considerar a los seres con independencia de Dios. Se los capta no ya espiritualmente, sino carnalmente, sólo en su apariencia sensible. Los ojos espirituales de Adán se cerraron y en su lugar se abrieron los de la carne. San Simeón dice: «En lugar del conocimiento divino y espiritual, (el hombre) recibió el conocimiento carnal. En efecto, cegados los ojos de su alma, caído de la vida imperecedera, se puso a mirar con los ojos del cuerpo» (Simeón el Nuevo Teólogo, Catequesis XV, 14-15). Precisa Máximo el confesor: «el mal consiste en ignorar al benéfico Autor de las criaturas. Esta ignorancia, por una parte, encogió el espíritu; por otra abrió ampliamente el camino a los sentidos, alejando al hombre por completo del conocimiento divino, para no llenar su existencia más que del conocimiento sensible de las cosas sensibles» (Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, Prólogo en PG 90, 257D-260A). Pero la inteligencia no sólo abrió las puertas a las sensaciones, sino que también a todos los deseos apasionados: «la causa de todos los vicios» según Marcos el Monje (Marcos el Monje, A Nicólas, 3,10; 13). Y es que las pasiones «capturan la inteligencia» (Isaac de Nivive, Discursos Ascéticos 85) por la ignorancia, la desatención y el olvido de Dios. La inteligencia se vuelve obscura, se ciega, se extravía, y hace que el hombre se mueva en un mundo de tinieblas (Marcos el Monje, A Nicólas 3,10). A su vez, Clemente de Alejandría dice: «Por haber cometido una falta contra el Logos, el hombre es considerado naturalmente como privado de logos [es decir de razón] y similar a los animales (El pedagogo I, XIII, 101, 3-102). La ignorancia en la antigüedad está relacionado con el mal moral. El mal es un no-ser por cuanto es la ignorancia, la negación, el rechazo, el olvido de Dios, que es el Ser mismo, la fuente de todo ser. Al apartarse de Dios, el hombre, inevitablemente, «prepara el mal, concibe la iniquidad, alumbra la nada» (Salm 7,15). Al ver la creación como si Dios estuviera ausente de ella- cuando Él está presente en todo y lo llena todo- el hombre delira y manifiesta su locura. Al apartarse de Dios, el hombre viene a considerar las criaturas en ellas mismas, independientemente de su Creador, cree que el universo existe por sí mismo. Vive en una ilusión, en un delirio porque todo ser recibe su sentido, valor y realidad de Dios, principio y fin, alfa y omega de toda criatura. Por eso San Atanasio afirma: «¡Locos y ciegos! ¿Cómo podrían en absoluto conocer un edificio, un bargo, una lira, si no hubiera un arquitecto para levantar el edificio, un carpintero para construir el barco, un artesan para fabricar la lira?» (Atanasio de Alejandría, Discurso contra los paganos, 47). Así, en el hombre caído el culto a las criaturas reemplaza a la adoración del Creador. La actitud del hombre consiste en tomar a un ser como fin y atribuirle un sentido y un valor en sí mismo, en lugar de reconocérselos en Dios. Y es que la idolatría es una forma de locura espiritual: «ya que, aunque conocieron a Dios, no le dieron gloria ni gracias, sino que se extraviaron con sus razonamientos, y su mente ignorante quedó a oscuras. Alardeaban de sabios, resultaron necios, cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, cuadrúpedos y reptiles» (Rm 1, 21-23). El hombre cree ver, pero en realidad está ciego (Is 6, 9-10; Jn 9,39; 2Cor 4,4). «El velo, según Máximo el Confesor, es la ilusión producid por los sentidos, que fija la atención del alma en las apariencias superficiales de los objetos sensibles y cierra el paso a los inteligibles» (Máximo el Confesor, Ambigua a Juan 10, en PG 91, 1112B). Los diversos conocimientos del hombre caído no son, pues, más que proyecciones ilusiorias de su conciencia caída, y precisamente allí donde parece que se alcanza una objetividad o una verdad, esta objetividad y esta verdad se reducen en realidad a un acuerdo provicional de las conciencias que realizan el mismo tipo de proyección y coinciden de algún modo en su decadencia común. Para más detalles: Terapéutica de las enfermedades espirituales, 46-58.