Jesús Rey y Sacerdote
En la Biblia Dios es descrito muchas veces como el Rey de Israel y del mundo. Por su parte, a través de la adopción como hijos de Dios, los reyes de Israel eran considerados dotados de la autoridad divina. La adopción por parte de Dios no significaba que los reyes de Israel fuesen considerados divinos, al modo de los reyes en algunas regiones de la Antigua Asia Menor, sino que implicaba que Dios les reconocía como gobernantes sobre su pueblo. Es probable, aunque no existe certeza al respecto, que en algún momento estos hijos de Dios fuesen entendidos como reyes-sacerdotes, al modo del Salmo 110. Sin embargo, en algún momento de la monarquía la realeza-sumo sacerdotal se dividió en dos linajes: por una parte la línea davídica, y por otra la levítica.
La primera reflexión cristológica recoge de algún modo antiguas tradiciones (siempre conectadas con el templo de Jerusalén) que unificaban, al modo de David, el sumo sacerdocio y la realeza. El Cristo es el eterno Hijo de Dios, el perfecto rey y sumo sacerdote. Ambas imágenes se recogen en las figuras del león y el cordero (respectivamente) presentes en el libro del Apocalipsis. El cordero, como imagen preponderante en el corpus joánico, apunta a Jesús como la ofrenda pascual en alusión a los sacrificios en el templo. En la Carta a los Hebreos también se apunta al carácter sacerdotal de Jesús como el sacrificio de su sangre derramada (9,25). El siervo sufriente de Isaías también apunta a la imagen sacerdotal del cordero: “Maltratado, aguantaba, no abría la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca”. Este sumo sacerdocio es el que plenifica el rol real del León de Judá en el Apocalipsis (5,6), cuando éste se convierte en cordero. Y es que Jesús verdaderamente es rey y sacerdote. A través de su sacrificio ofició como sacerdote reconciliándonos con Dios. A través de este sacrificio sumo-sacerdotal su realeza se ha establecido como la del redentor justo que es reconocido en su trono eterno por quienes le reconocen como Señor. Tal como señala 1Pe 2,9, todos aquellos que le reconocen, son a su vez, “raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que proclame las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su maravillosa luz”.